Apuntes sobre la politización de la justicia constitucional: Implicaciones en la democracia y el Estado de Derecho (3/3)

Autor: Oswald Lara Borges

Justicia, Estado, Democracia, Constitución.
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Consecuentemente, los jueces constitucionales elegidos bajo este ambiente de control político no se apreciarán como defensores del orden constitucional y democrático, sino como representantes de los intereses de los actores que los impulsaron en su designación. En función de ello, esos funcionarios judiciales emplearán todas las herramientas a su alcance ―legales y extralegales―, con la finalidad de representar fielmente los intereses de sus promotores. Es decir, defenderán en sus decisiones judiciales intereses políticos encubiertos, aun cuando con ello atenten en contra de lo establecido en la Constitución y la democracia.

Es importante destacar que las alianzas creadas, entre promotores y promovidos, durante la selección de los jueces constitucionales no siempre son duraderas. Incluso, algunos de ellos —después de haber sido elegidos— sabedores de la importancia política que tiene el papel que desempeñan, se moverán estratégicamente y pactarán su comportamiento judicial en función de la naturaleza de los asuntos en conflicto, la agenda política, la fuerza electoral que cada uno de los actores políticos vaya teniendo a lo largo del tiempo, los intereses económicos que haya de por medio, protección e impunidad, así como el compromiso futuro de ser ratificados o promovidos a otros cargos de naturaleza similar o superior, entre otros aspectos, por lo que es posible observar, a lo largo del tiempo, la constante formación de alianzas de jueces con los distintos actores políticos, económicos, sociales, etcétera, aun cuando éstos no hayan sido quienes los impulsaron para acceder al cargo.

Lo anterior se encuentra relacionado con uno de los temas que tanto debate ha generado, la amplia facultad que tienen los jueces constitucionales para interpretar el orden constitucional, así como el enorme margen de discrecionalidad que poseen al realizar esa labor, pues a través del ejercicio de esa función han logrado encontrar el espacio institucional para encubrir, en sus decisiones judiciales, los intereses de los actores que los impulsaron en su designación o con los que, según el contexto político y electoral, vayan estableciendo alianzas.

De esta manera, la función de la defensa del orden constitucional y el control de la actividad política depositada a favor de esas instituciones queda, muchas veces, subsumida a los intereses de los distintos actores que participan el proceso político o de los propios jueces constitucionales, lo cual convierte a esas sedes en armas contra la Constitución, la democracia y el Estado de derecho.

El control político sobre el poder judicial y los órganos encargados de controlar la actividad política, resulta más evidente cuando el sistema de rendición de cuentas no opera materialmente, a pesar de encontrarse consagrado a nivel constitucional y desarrollarse en la ley procedimientos y formalidades para llevar a cabo la función de control. Esto es, si la selección de los jueces constitucionales recae en uno o más de los órganos políticos que, entre otros aspectos, tiene la función de controlar la actividad judicial de esas sedes judiciales, entonces difícilmente llamarán a rendir cuentas a los jueces constitucionales por los actos antijurídicos que realicen si antepusieron los intereses de sus promotores o aliados en turno, sobre el marco constitucional y democrático, con lo cual en lugar de abonarse a un sistema efectivo de pesos y contrapesos, se fomenta un círculo nocivo de favores, complicidades, corrupción e impunidad.

En función de lo anterior, se comparte la afirmación realizada por Elías Díaz (1988) al sostener que no todo Estado es Estado de Derecho. Esto es, “todo Estado crea y utiliza un derecho, por tanto, todo Estado funciona con un sistema normativo jurídico. En nuestros días resultaría complejo imaginar la existencia de un Estado sin derecho, un Estado sin legalidad”. Consecuentemente, la afirmación respecto a que no todo Estado es Estado de derecho, cobra vigencia porque la existencia de un orden jurídico, de un sistema de legalidad, no autoriza a hablar sin más de Estado de derecho (Elías Díaz, 1966: 29).

A casi un siglo de que fuera publicada la obra de Hans Kelsen “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?”[6] ―la cual debe considerarse como el Acta Fundacional de los Tribunales Constitucionales― se debate con gran intensidad en torno a la viabilidad de los Tribunales Constitucionales, logrando congregarse miles de interrogantes, pero las respuestas siguen siendo insatisfactorias y el problema de hecho continúa sin resolverse.

Nótese que Kelsen (1931) dejó abierta la posibilidad de debatir en torno a la viabilidad de la institución que propuso para el ejercicio de la función de la defensa de la Constitución, al considerar que «nadie afirmará que dicha institución es, en toda circunstancia, una garantía absolutamente eficaz» (Kelsen, 1931:15). Asimismo, llama fuertemente la atención que sobre la selección de los jueces constitucionales Kelsen (1931) únicamente haya referido que éstos debían ser “convocados de alguna manera” (Kelsen, 1931:15).

El cuestionamiento respecto a si debe o no ser controlada la constitucionalidad de los actos (acciones u omisiones) de los órganos jurisdiccionales que ejercen el control constitucional y el control de la actividad política, se ha ubicado en el espacio central del debate académico y político. Después de todo, al igual que los otros poderes políticos de los distintos órdenes, forman parte de esos órganos del gobierno que deben estar subordinados a la Constitución.

A pesar de que existen argumentos a favor de otorgar la labor de control constitucional y de la actividad política a los Tribunales Constitucionales siempre que sean autónomos, independientes e imparciales, aún se debate fuertemente respecto a elementos que integran cada uno de esos atributos esenciales en el ejercicio de la función judicial. Y hoy, más que nunca, sigue vigente la pregunta si ¿los Tribunales Constitucionales constituyen esa instancia neutral para controlar el ejercicio del control constitucional y de control del poder político? Después de todo, resulta paradójico que se admita y se enlisten los enormes inconvenientes de depositar la función de la defensa de la Constitución en el Ejecutivo o en el Legislativo, pero se rechacen los efectos perniciosos que se producen al conferir esa función en los Tribunales Constitucionales.

El debate respecto a qué órgano debe ser el defensor de la Constitución se replica momento a momento. Los argumentos suelen ser los mismos. La única diferencia constatable es el órgano al que pretende conferirse esas funciones y, por consiguiente, será sobre el que se dirijan los ataques. De esta manera, primero fue hacia el Monarca, posteriormente hacia el Parlamento, después hacia el jefe del Gobierno y, ahora, hacia los Tribunales Constitucionales En este sentido, podría decirse que, si no se planteara el problema de una transgresión a la Constitución por parte de los Tribunales Constitucionales, la fórmula que los proclama como defensores de la Constitución, sería, sin duda, impensable.

En las últimas décadas, se ha trabajado mucho en el fortalecimiento institucional de los Tribunales Constitucionales para que gocen plenamente de autonomía, independencia y actúen con absoluta imparcialidad. Sin embargo, en muchos casos, lo único que se ha logrado es que esas sedes judiciales asuman total y absoluta independencia respecto a la Constitución, lo cual constituye un tema abierto en el debate y representa un verdadero reto para el funcionamiento de las instituciones, la defensa de la Constitución y la aplicación de las reglas democráticas en los sistemas políticos contemporáneos.

 Notas al pie: [6] Kelsen, H. (2002). ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? España: Tecnos.

 

 

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